18 oct 2010

No hay lugar para los débiles


Tomado de acá

Zona fronteriza de Texas. Años ochenta. Llewelyn Moss (Josh Brolin) un vaquero sin tierra, dedicado a los trabajos de soldadura para sobrevivir, encuentra, mientras intenta dar caza a un antílope en el desierto, tres camionetas rodeadas por varios hombres muertos, en lo que parece ser una fallida transacción entre narcotraficantes mexicanos. 

En la parte trasera de uno de los vehículos hay un cargamento de heroína en ladrillo y no muy lejos de ahí, un maletín con 2 millones de dólares, el dinero del acuerdo que Moss no duda en tomar, pero que los verdaderos dueños tampoco están dispuestos a perder.

Éste podría ser apenas el inicio de un thriller convencional, pero no es así. En esta historia aún nos faltan dos elementos, uno de ellos, Anton Chigurh (Javier Bardem), uno de los peores hijos de puta que haya dado el cine de los últimos años.

Habrá quien diga que es la violencia, la sangre fría, acaso la masacre sin misericordia llevada a cabo por Bardem en esta cinta, lo que la hará memorable; que los grandes asesinos cinematográficos atraen por su ambigüedad moral y que este Anton Chigurh es tan jodidamente bueno que no podría tener parte alguna con el bien ni el mal, aunque intentara encasillársele

De ahí que muchos no entenderán por qué el actor español ha recibido una nominación al Oscar como mejor actor de reparto, cuando él, y nadie más, parece ser el protagonista de esta historia.

Será porque en realidad no lo es.

Si algún personaje es la esencia de Sin lugar para los débiles —quienes tradujeron el título no parecen haber entendido su sentido en inglés—, ese es el buen sheriff Bell (Tommy Lee Jones), un hombre a punto del retiro, que representa a la ley pero cuya autoridad para detener una nueva masacre es apenas equiparable a la de una moneda lanzada al aire.

Nada en todo el filme es tan apabullante como el sentimiento de desesperanza que genera la tardía llegada de la ley. El sueño ha fracasado; no basta con que existan hombres decentes para detener a los imparables dueños de las calles, siempre más violentos y más determinados que cualquier cuerpo policiaco o estatuto de gobierno.

La crudeza con que los hermanos Coen han decidido marcar este filme —más allá del sarcasmo derrotista que asoma en pasajes enteros— viene quizás de la propia novela de Cormac McCarthy, que cambia el esquema del hombre decente y pertinaz que trabaja para llevar a un solo delincuente ante la justicia, por la simple nostalgia del hombre ante un mundo cambiante.

Tal como sucede en las primeras líneas del libro, al inicio de la cinta, voz en off, el sheriff Bell recuerda haber enviado con su testimonio, a la cámara de gas, al irreformable asesino de una niña de 14 años: "Creía que nunca conocería a una persona así y eso me hizo pensar si el chico no sería una nueva clase de ser humano".

Es el fatalismo, y no Anton Chigurh, el eje de este relato. Por eso, el final de esta película llega sin avisar, apabullante, sin que sepamos muy bien de dónde viene cada uno de estos personajes y exactamente dónde terminarán.

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