Sorprende el interés del público chileno por Darwin.
Dos mil personas asistieron, con la regularidad de un creyente, a un seminario de dos días en el que la idea de selección natural se usó para explicarlo todo o casi todo.
La duda que queda es si esos asistentes -que miraban embobados a Dennet y a McEwan, al filósofo y al novelista- estarían dispuestos a aceptar las consecuencias que se siguen de esa idea.
Darwin la expuso en 1844, y su principal característica, a diferencia de otras que circulaban por entonces, es que carece de toda teleología, es decir, prescinde de cualquier suposición acerca de una finalidad o propósito intrínseco en cualquier parte de lo existente.
Darwin sugirió que los organismos varían de manera no informada o ciega y que el medioambiente selecciona esas variaciones a nivel de agregados de individuos, favoreciendo o estropeando su reproducción, sin que exista ninguna correlación entre ambos procesos.
A diferencia de lo que sostuvo Lamarck, para quien el medioambiente instruía o informaba a los organismos individuales acerca de las modificaciones adaptativas (en el lenguaje más clásico de la biología esto significaba que el medio instruía cambios en el fenotipo y éste al genotipo y así en una cadena de mejora permanente), Darwin postuló un desacoplamiento absoluto entre selección y variación.
La selección natural sería algo así como tirar los dados para, luego, seleccionar mediante la simple sobrevivencia.
El proceso en su conjunto no sería ascendente, ni nada que se le parezca, como lo prueba el hecho que el propio Darwin, en el Origen de las Especies, evita cuidadosamente emplear la palabra "evolución" y prefiere, en cambio, hablar de "descendencia con modificaciones" eludiendo así las inevitables resonancias lamarckianas y teológicas que esa otra palabra poseía.
Un universo que camina a ciegas y a tientas, un mundo cuya descendencia se modifica sin que nadie lo instruya o lo programe, y que avanza sin saber adónde, como consecuencia de una simple interacción, es una imagen insoportable para cualquiera que, haciendo pie en la idea judeocristiana del tiempo y de la historia, crea que los pasos del tiempo tienen algún sentido.
Es probable que ese sea el aspecto más incómodo, por decirlo así, de la idea de selección natural y es seguro que fue esto lo que convirtió a Darwin en uno de los enemigos jurados de la Iglesia y no, como a veces se caricaturiza, que haya sostenido que venimos del mono y no de Adán.
El escándalo darwiniano consistió en sugerir que somos como somos a consecuencia de una interacción ciega, sin que ningún diseño inteligente nos anime y ninguna mano providente nos guíe.
¿Es compatible esa descripción de lo que existe con la idea de Dios? ¿Se puede creer que el mundo camina a ciegas y, a la vez, creer en Dios?
Por supuesto que sí; pero ese Dios estaría lejos de lo que piensa un católico. Sería un Deus Absconditus, un Dios escondido, que rehúsa mostrarse, y al que nunca podríamos comprender. Y su teología sería negativa: sólo podríamos entenderlo como lo que no es, como una negación de las cosas que conocemos, como un exterior que se nos escapa de manera definitiva.
Pero de un padre providente que en medio de los tropiezos nos guía, nada. Simplemente nada.
Algunos protestantes -a fin de revelar en qué consistía un Dios Absconditus- ejemplificaban con un relojero. El mundo sería un reloj. Dios lo hizo y le da cuerda. De ahí en adelante el reloj se comportaría en base a sus propias leyes. Pero las ideas de Darwin no sugieren eso. Si hubiera un relojero, él sería ciego, sordo y mudo. No sabría lo que hace.
O sea, no sería propiamente un relojero.
Por eso, si un extranjero culto hubiera visto a esas casi dos mil personas aplaudiendo a Dennett y a McEwan, habría pensado que la élite en Chile había dejado de ser católica, al extremo de creer que Dios es una cuestión casi mística, un Dios escondido, que no la autoriza a invocarlo para dirigir la vida de los demás.
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