21 nov 2011

Medianoche en París



Aparecen, primero, varias postales de la protagonista: una ciudad bella, luminosa y dorada. Salen después los demás personajes: una pareja de norteamericanos, Gil e Inez, próxima a casarse; y los padres de la novia, adinerados y ultraconservadores. Juntos visitan palacios, museos y buenos restaurantes.

El problema comienza cuando Gil —quien, por momentos, parece una reencarnación del mismo Allen de los años setenta— entiende que su vida, su trabajo, su novia y sus suegros son insoportables: no son compatibles con el mundo de sus aficiones y sueños literarios. Para su fortuna, acuden en su ayuda, París y, sobre todo, la nostalgia. 

Esta ciudad, el escenario de las aventuras de sus escritores favoritos, los grandes novelistas norteamericanos de los años treinta, es su cómplice: su ambiente, sus evocaciones y recuerdos le ayudan a apreciar la distancia entre su vida hueca y las exigencias de su vocación. Y el sentimiento que propicia y acelera el cambio es la nostalgia: la nostalgia literaria de París.

Su liberación ocurre en medio de un cuento de hadas. Todo comienza en una calle cualquiera, cuando suenan las campanas de la medianoche y los ocupantes de un carro antiguo lo invitan a una fiesta. Lo transportan al pasado, a los salones del París de los años treinta, donde conoce, entre otros, a Gertrude Stein y Hemingway, los héroes de sus lecturas, quienes se interesan en sus proyectos literarios. El encanto inicial dura poco: al amanecer está, otra vez, al lado de su novia y sus suegros.

Como puede evadirse y regresar al pasado a voluntad —pero sólo a la medianoche—, por un tiempo su vida transcurre entre el presente, cada día más disfuncional y opresivo, y sus dichosas aventuras al lado de sus héroes literarios convertidos en sus confidentes y consejeros.

A partir del momento en que su novia rechaza como absurda su invitación a acompañarlo a conocer a sus nuevos amigos, Gil, ya liberado, puede proseguir solo su camino. Interactúa con Scott Fitzgerald, Dalí, Picasso y T. S. Eliott. Se enamora de Adriana, una novia compartida con Picasso y Hemingway. Y, al final, después de divertidas peripecias, se queda en París, en lo suyo, dedicado a su novela. La ciudad hizo su tarea. 

Con la historia de Gil, Allen describe la función ritual de París de incitar a escritores y pintores de todo el mundo, la gran mayoría destinada al fracaso y el olvido, a perseguir, en medio de sacrificios y renunciaciones sin cuento, su vocación y sus sueños, detrás del rastro y el recuerdo de las luminarias del pasado, las mismas que en distintas décadas se pasearon por sus andenes y llenaron sus cafés y sus salones bulliciosos. 

Esta deliciosa comedia avanza lenta y cálidamente a medida que Gil sigue la pista de sí mismo. Diálogos y situaciones divertidas nos hacen reír y sonreír, mientras suena, abrumada por la nostalgia, la música de Cole Porter. Y, al final, como después de los viajes, queda el recuerdo de una ciudad vaga e irreal, cuya magia se detiene por un instante en esta película inolvidable.




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