Hace poco viajé a Lima, con Pamela y Leonor. Nos alojamos en el hotel de siempre, en el barrio Miraflores de esa linda ciudad, y una noche, al ir a comer al Costa Verde, Leonor comienza a llorar y el taxista se emociona y cuenta su historia.
Él era un empleado de una telefónica trasnacional, peruano, que venía llegando de EEUU hace unos pocos meses. Había estado viviendo allá por veinte años, crió allá a sus hijos, y ahora, ya en la vejez, decide devolverse a su tierra, sólo con su mujer y terminar su vida en su ambiente, en su lengua y en su comida.
Las razones de su partida y posterior exilio se debían a que había denunciado al Sendero Luminoso a las autoridades. Ellos en represalia, habían secuestrado, y luego de tres días asesinado a su pequeña hija, en una edad en la que no hay enemigos ni guerras. La encontraron, muerta, tirada en la playa, más allá de Barranco.
Tuvo que refugiarse, esconderse y luego huir como un fugitivo, como un extrañado al que le habían robado un pedazo de su propio cuerpo, su hija inocente, a manos de unos desalmados fanáticos y terroristas a los que las vidas no valían nada.
Se emocionó mucho con Leonor. Veía reflejada en ella a su pequeña hija, a su tesoro perdido, a su pedazo de futuro que nunca podría recuperar.
¿Cuánto dolor y rencor tendría en su corazón?
Luego de eso, nos fuimos en silencio a nuestro destino, tristes por su historia, tristes por su dolor, tristes por su angelito.
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