18 oct 2009

Del blog de Daniel Marín, tomo esta entrada.


El último científico que trabajó en la Biblioteca [de Alejandría] fue una matemática, astrónoma, física y jefe de la escuela neoplatónica de filosofía: un extraordinario conjunto de logros para cualquier individuo de cualquier época. Su nombre era Hipatia. Nació en el año 370 en Alejandría. Hipatia, en una época en la que las mujeres disponían de pocas opciones y eran tratadas como objetos en propiedad, se movió libremente y sin afectación por los dominios tradicionalmente masculinos.[...] Cirilo, el arzobispo de la ciudad, la despreciaba por la estrecha amistad que ella mantenía con el gobernador romano y porque era un símbolo de cultura y de ciencia, que la primitiva Iglesia identificaba en gran parte con el paganismo. A pesar del grave riesgo personal, continuó enseñando y publicando, hasta que en el año 415, cuando iba a trabajar, cayó en manos de una turba fanática de feligreses de Cirilo. La arrancaron del carruaje, rompieron sus vestidos y, armados con conchas marinas, la desollaron arrancándole la carne de los huesos. Sus restos fueron quemados, sus obras destruidas, su nombre olvidado. Cirilo fue proclamado santo.

Carl Sagan, "Cosmos".
Toda una generación quedó marcada por este relato sobre la vida de Hipatia que pudimos leer de la mano del genial Carl Sagan en Cosmos. Recuerdo que en mi niñez odiaba a Cirilo con todas mis fuerzas: era el símbolo del oscurantismo religioso intransigente frente a la luz de la razón representada por la Biblioteca de Alejandría. Hipatia era el mártir de la ciencia por excelencia, un símbolo del conocimiento que nos recordaba lo que podría haber sido y no fue. Nuestra civilización, sugería Sagan, podría haber estado camino de las estrellas hacía tiempo si la chispa del pensamiento grecorromano hubiese prendido en todo el mundo. Este mundo alternativo era tan brillante y perfecto que uno no podía sino maldecir a las religiones y las desgracias que habían causado a la Humanidad.

Por supuesto, esta imagen idílica no era totalmente cierta. En la época de Hipatia, ya hacía siglos que la Biblioteca de Alejandría -y el mundo grecorromano en general- había perdido
la genialidad de la época helenística. La sociedad romana de Alejandría distaba de ser un remanso de paz y la intransigencia y el oscurantismo no eran monopolio de los cristianos. Los filósofos neoplatónicos -como Hipatia- se caracterizaban por defender prácticas y creencias que hoy en día identificaríamos con la superstición más rancia y oscura.

Pero corremos el riesgo de relativizar todo y llegar a la conclusión de que todas las épocas históricas son semejantes, con sus luces y sombras. Podríamos hacerlo, y de hecho lo hacemos continuamente, pero sería un error. Porque Hipatia
fue la última luz del conocimiento que brilló en Alejandría. Tras ella, ningún otro pensador destacado aparecería en esta ciudad situada en el delta del Nilo. Nos guste o no, el cristianismo primero y luego el islam acabaron con una era donde la razón jugaba un papel protagonista.

Y ahora, casi treinta años después de Cosmos, aparece
Ágora, una película de Alejandro Amenábar que nos ofrece esa imagen de Hipatia presentada por Carl Sagan. Y de hecho, muchos han criticado Ágora precisamente por su maniqueísmo: Hipatia es una santa de la ciencia que luce vestidos blancos y relucientes mientras que los cristianos son representados como sujetos siniestros, sucios, barbudos, feos y repugnantes. Y por supuesto que hay maniqueísmo, pero no debemos olvidar que se trata de una película, no de un documental. No me parece nada mal que por una vez una película ponga el dedo en la llaga de todas las religiones: la intolerancia y la intransigencia.

Por otro lado, Amenábar intenta en ocasiones alejarse de la imagen perfecta del mundo grecorromano y refleja las tensiones generadas por la esclavitud o los defectos de la religión pagana. Pese a todo, el mensaje es claro: el mundo antiguo era imperfecto, sí, pero era muy superior -al menos intelectualmente- a la alternativa que ofrecían los cristianos. Desde un punto de vista técnico, la ambientación histórica es magnífica y está muy bien lograda, lo que delata el intenso trabajo de documentación que se ha llevado a cabo. El reparto es también muy bueno: Rachel Weisz encarna a la perfección una Hipatia perfecta y pura cual esfera celeste ptolemaica, mientras que Sami Samir interpreta fantásticamente el papel del oscuro Cirilo.

Ágora no es sólo un alegato contra la intolerancia, sino, por encima de todo, una exaltación de la razón (ciencia) frente a la superstición (religión). Probablemente sea la primera película que se haya atrevido a ir tan lejos en este planteamiento, lo que podría explicar las dificultades que está experimentando para encontrar distribuidor en Estados Unidos, un país profundamente religioso. A diferencia de otras películas donde se intenta dar una de cal y otra de arena con argumentos infantiloides contra la razón del tipo "hay cosas que la ciencia no puede responder" o "el hombre no debería jugar a ser dios" -argumentos que me sacan de quicio, por cierto-, Ágora es brutalmente directa: la ciencia es el único camino para alcanzar el conocimiento. Además, Amenábar no se queda en la anécdota de Hipatia como una simple heroína pagana, sino que se atreve a ofrecer pinceladas de su trabajo como filósofa y sobre cómo aplicaba el método científico, algo inusitado en una película. La escena en la que vemos a Hipatia dilucidar la forma de las órbitas de los planetas es impresionante y logra transmitir toda la fuerza de la pasión por desentrañar los misterios del Universo, esa pasión que era el motor de la vida de Hipatia.


La película está repleta de simbolismos -el mejor: la Bibioteca convertida en un corral por los cristianos- y de diálogos con mucha fuerza. De entre todos ellos me quedo con la respuesta de Hipatia ante la pregunta de Sinesio (el cristiano
bueno) sobre por qué no podía convertirse al cristianismo y que resume perfectamente el espíritu de la película:

“Tú no cuestionas lo que crees. Yo sí… Yo debo

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